...contadas por su amigo Efrén Fenoll.
Hablar con Efrén Fenoll era hablar con Orihuela y hablar con Miguel Hernández. A Efrén se le encandilaban los ojos y derrochaba imágenes con tanta rapidez, que apenas podría seguirle. Vivió en Valladolid hasta su fallecimiento y en su casa, naturalmente no pudo faltar jamás un gran retrato de Miguel, su amigo entrañable. Efrén nos contó, en su día:
Yo estaba a la puerta de la panadería de mi padre junto con algunos obreros escarchados de harina, en un descanso… cuando vimos venir a Miguel Hernández andando, todo recto el cuerpo, llevando su cacharro de leche –que repartía delante del café “Levante”-, y al pasar a nuestra altura saludó con un sonoro buenos días que olían a madrugada. Fue un saludo campanudo. Y siguió su camino, dejando tras de sí un sabroso olor a fresco pasto, a “ramuja”. La panadería de los hermanos Fenoll estaba situada en la calle Arriba, número 5 (esta calle tomado hoy el nombre de Miguel Hernández, siendo la casa del poeta el número 73). Carlos Fenoll, cuatro años mayor que Efrén, había tomado bajo su tutela, ya de buen poeta, la organización de verdaderas reuniones literarias, Josefina, la hermana de Carlos y Efrén, presentó al grupo a su novio José Ramón Martín Gutiérrez, (o sea, Ramón Sijé)-aunque todos le llamaron siempre “Pepito”-, el que pronto descubriría el talento poético de Miguel Hernández.
-Cuando se alejaba, pregunté a los oficiales de la panadería quién era, me respondieron: Este es un “Visenterre”, es “Miguelillo”, el hijo del cabrero que se instalaron en esta misma calle hace ya algunos años.
Tendría entonces unos 17 años; desde luego no llegaba a los 20. Yo tenía solo 14 años.
Miguel Hernández ya cuidaba las cabras desde casi los 14 años, cuando su padre le obligó a dejar sus estudios de primeras letras en las “Escuelas graduadas de Santo Domingo”. Al alba, llevando en la mano, en un gran pañuelo anudado, comida fría y libros, se iba trepando por las rocas hasta una colina rocosa: “La Cruz de la Muela”. Desde el día en el que se instalaron en la calle Arriba, pasaba puntualmente a repartir leche, siempre con su ejemplar nuevo de la colección teatral “La farsa” bajo el brazo.
-Mi hermano Carlos, que ya publicaba sus poemas en la prensa local, atrajo la atención de Miguel Hernández, y poco a poco se acercó a nosotros y comenzó a reunirse con el grupo en la tahona. La proximidad de residencia y la vocación literaria que latía en Miguel, facilitaron el contacto.
Desde entonces, Miguel tuvo como dos tipos de amistad dentro del grupo: los de su edad, Carlos y Pepito, sus amigos del “intelecto”. Yo fui el “chico negro que rima con tren”, el amigo de juegos y correrías.
Efectivamente, como Efrén por su edad tenía menos responsabilidades en el horno, y como Miguel, todo corazón, le gustaba jugar –como a todos los poetas-, venía a buscarle por la mañana para que le acompañase a cuidar las cabras a la huerta, o bien por las tardes para ir a bañarse, o al cine.